domingo, 18 de octubre de 2009

La Europa del siglo XVIII

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La idea de equilibrio ha reemplazado, en
el siglo XVIII, las pretensiones a la hegemonía de los Habsburgo y, tras ellos, las de los Borbones. Por otra parte, junto a las antiguas potencias surgen dos potencias nuevas, Prusia y Rusia, cuyas ambiciones complican la situación internacional. De este modo, durante cincuenta años Europa se ve turbada por guerras llamadas "de sucesión", en las que intervienen todos los países, preocupados por los incrementos territoriales que podrían acrecentar el poderío de alguno de ellos. A los conflictos continentales se añaden, además, las rivalidades marítimas y coloniales entre Francia e Inglaterra, que llevan la guerra al mundo entero. Durante estas luchas, las potencias, que disponen de fuerzas aproximadamente iguales, buscan aliados para llevar a cabo sus designios del modo que mejor favorezca sus intereses.
En 1717, para contrarrestar las peligrosas ambiciones de España, Francia, Inglaterra y Holanda firman la Triple Alianza con el fin de mantener la vigencia de los tratados de Utrecht. En 1733 se plantea la sucesión de Polonia, que opone a Francia con Austria, aliada de Rusia: con Augusto III, Polonia es colocada bajo la autoridad austro-rusa, pero Francia se asegura la anexión de Lorena, sustraída al Imperio tras la muerte de Stanislas Leszczynski. La guerra de sucesión de Austria opone a Federico II de Prusia a la emperatriz María Teresa de Austria: Austria, aliada con Inglaterra, lucha contra Francia, aliada con Prusia, que, conservando Silesia, es la gran beneficiaría del conflicto. Finalmente, la guerra de los siete años (1756-1763) divide de nuevo a Europa en dos campos, habiéndose invertido las alianzas: Prusia e Inglaterra contra Francia, Austria y Rusia. Los tratados de París y de Hubertusburg (1763) señalan la derrota de Austria y Francia, que pierde la mayor parte de su imperio colonial en América y Asia en beneficio de Inglaterra, mientras, en apariencia, el statu quo se restaura en la Europa continental. Aunque sólo sea una isla, Inglaterra se erige entonces, en Europa, en arbitro, debido a su poderío marítimo y colonial y a las inmensas reservas de riquezas que anuncian la revolución industrial, en la que se compromete en primer término.
Inglaterra hubiera deseado rebajar a Francia hasta un rango secundario; sin embargo, ésta sigue siendo el más poderoso Estado de Europa por población y ejércitos, aun cuando experimenta discordias intestinas. Prusia se ha convertido en la primera potencia del norte de Alemania; con un ejército fuerte y disciplinado y un tesoro bien provisto, Federico II arrebata en el Imperio la preponderancia a Austria. Esta, que ha sufrido graves derrotas, dirige ahora sus ambiciones hacia Oriente y Polonia, pero sigue dominando, con España, en una Italia donde el sentimiento de unidad tarda en afirmarse. Los antiguos Estados de Europa del este y del norte, Suecia y Polonia, deben en adelante contar con Rusia, renovada por Pedro el Grande que, al menos en apariencia, la ha convertido en un Estado moderno. Con la enérgica Catalina II, Rusia, bruscamente transformada, se convierte en una fuerza europea de primer plano. De este modo, los nuevos datos trastornan por completo el equilibrio europeo.

Fuente: Duby Georges, "Atlas Histórico Mundial", editorial Debate, 1987

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